El libro y su lectura.
Cuando
oigo decir que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy dispuesto a
pensar bien de él. Leer es mantener
siempre vivas y despiertas las nobles facultades del espíritu, dándoles por
alimento nuevas emociones, nuevas ideas y nuevos conocimientos.
Leer
es multiplicar y enriquecer la vida interior.
Leer
es sobre todo asociarse a la existencia de sus semejantes, hacer acto de unión
y de fraternidad con los hombres. El que
lee, aunque se halle confinado en una aldea, vive del movimiento universal.
La
lectura fecunda el corazón, dando intensidad, calor y expansión a los
sentimientos.
Los
egoístas no practican por lo general la lectura, porque pasan absortos en la
árida contemplación de sus intereses personales. No sienten la necesidad de sí mismos y estrecharse
con los demás.
Las
personas indolentes no leen; pero ¿qué son el ocio y la indolencia sino sus
formas plásticas del egoísmo?
Los
placeres que proporciona la lectura son de todo tiempo y en cualquier lugar, y
son los únicos que pueden renovar el albedrío.
La
lectura es poderosa para curar los dolores del alma; y Montesquieu ha escrito
en sus Pensamientos que jamás tuvo un pesar que no olvidara después de
una hora de lectura.
El
libro es enseñanza y ejemplo. Es luz y
revelación. Fortalece las esperanzas que
ya se disipan; sostiene y dirige las vocaciones nacientes que buscan su camino
a través de las sombras del espíritu o de las dificultades de la vida.
El
joven oscuro puede ascender hasta el renombre imperecedero, conduciendo como
Franklin por la lectura solitaria.
Enseñemos
a leer y leamos. El alfabeto que
deletrea el niño es el vínculo viviente en la tradición del espíritu humano
universal. Leamos para ser mejores,
cultivando los nobles sentimientos, ilustrando la ignorancia y corrigiendo
nuestros errores, antes que vayan con perjuicio nuestro y de los otros a
convertirse en nuevos actos.
Nicolás Avellaneda.
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