La Oscuridad partirá su rostro
Y le quitará su mirada
La Naturaleza dudará ante
la Memoria y yo...
Y le quitará su mirada
La Naturaleza dudará ante
la Memoria y yo...
Emily Dickinson
Regresé al desierto, apedreando la noche después de un bar. Su vestido rasguñaba la humedad de la calle. Buenos Aires adormecía el último trago bajo la sombra agonizante de la llovizna.
La lengua de mis palabras revelaba el frasco vacío.
El ahogo del sueño penetraba silenciosamente las venas y el poema. Ayer había sido un día cualquiera, de cenizas en el techo de la habitación, de complejos movimientos entre la ventana y un delgado espectro que me hablaba.
Caminaba hacia el adiós (palabra definitiva del diccionario de los suicidas) y su vestido me rasguñaba. La noche parecía no tener otro sentido, o tal vez, otra incertidumbre.
Silvina y sus desventuras con las flores. Le gustaban las violetas y el color violeta, a pesar de la dulzura inerte de los lirios. Levantó la mirada hacia la Torre de los Ingleses, el vestido surcaba la mitad de la madrugada por lo que supuse habían pasado unas cuantas horas desde el bar, desde que habían pasado unas horas menos de olvido en el reloj del señor conejo.
Silvina se acercaba, Silvina se iba... la torre desvanecía la antigua aristocracia tras un velo de neblina. Cruzó la plaza en dirección discretamente reservada para ciertos fantasmas, pero yo la seguí porque su vestido me rasguñaba.
En eso que cruzaba por la esquina de la embajada, giró lentamente su cabeza, me miró como encendiéndose. Sostuvo la mirada en un tiempo incierto en el que yo parecía despertarme, con humo de soledades anteriores, con pereza de antiguas vacilaciones.
Soy yo, Alejandra -le grité, acaso dolorida por el tiempo-.
Los que venían corriendo detrás de la luna se detuvieron bruscamente, silenciaron su respiración acelerada sin mirarnos, como respetándonos aquel desencuentro.
Volaba desde la vieja casona hacia mis jardines, purificaba el sortilegio de aquella esquina casi abandonada. Ahora yo la miraba, la transparentaba en el cerco de sus ojos. La luna siguió rodando bajo el encantamiento de un loco que hacía mucho ruido y los que corrían detrás de ella, se esfumaron poseídos por algún néctar extraño.
Bajé la mirada para encender un cigarrillo y me distraje escuchando voces de pájaros negros que soltaban espantosos aullidos desde algún parque reverdecido o abrumado por ausencias cercanas. Silvina danzaba en el aire su peligroso encanto de semidiosa enojada.
Entre la neblina que bajaba y el resto de humedades que bordeaban la madrugada, ella se alejaba, yo me detenía pero mis pies que se arrastraban deseosos de lluvia, pesados, me llevaban inflexiblemente donde los pájaros negros, hacia el frondoso pequeño gris universo.
La tarde vacía se desprendía de mis pensamientos, Nueva York y París se perdían cada vez más con las luces incesantes de la noche perturbada.
No vendría Janis al tocadiscos, inflamándose, rompiéndose a través del vinilo. La carencia y la soledad decoran el rostro de las terribles ausencias cuando para todo es tarde y es tarde vencida.
Yo la miraba o miraba el reflejo de unos ojos pardos, velados al adiós de las musas. La oscuridad era un fuego impenetrable, su vestido flotaba, mi cuerpo flotaba.
- Pequeña silueta enevenenada, yo no te traje hasta aquí, fueron ellas, sodomitas vampiresas, celosas damas del infierno - la voz herida de Silvina entre los pájaros.
- Soy yo, la que no quiso nunca ser la de siempre. La envenenada que te reclama a este cuerpo derrotado. La que te reclama hasta último momento.
- Alejandra... desnuda, cruda como éstos árboles. Los años han venido con hogueras de sangre, nítidos de tristeza dibujándome tu rostro a cada instante en cada palabra que intenta crucificarme.
Aquí estás Alejandra, la sola voz de tu ausencia se prende a mis desvelos como una diosa cautiva de cuchillos y silencios.
- Sólo veo mi jardín sin tu boca hambrienta. No me nombres. Llévame ahora, después de tanto olvido.
Y Silvina se desgarró hacia el infinito, en un naufragio de colores amanecidos. En mi jardín no puedo llorar, ni en el abismo de su mirada que iba cerrando lánguidamente la herejía del destino. Yo tan pequeña, ella tan enorme.
Yo tan vulnerable al esplendor de la primavera, ella recostándose sobre la hierba.
Sobre el blanco mármol de sus piernas se inmovilizaba un brevísimo instante de sol. En vano esperaba a la lluvia, como a ella antaño, con la respiración entrecortada y un rumor de pájaros disonantes que vendrían a llevarse a la envenenada.
Emprendí el inútil regreso, más inútil que cualquier regreso a los ríos de polvo. Cubierta por la estrella sólo veo mi jardín, las manos de Silvina devorando mariposas y al fin, el fondo.
María Noelia Ibáñez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario es bienvenido, déjalo a continuación: