Recuerdo muy bien la llegada
a Monsalvo para hacerme cargo de mi tarea como maestra y directora de la
Escuela 16. Habíamos salido tempranito con el viejo Taco, en la no menos vieja
Chevrolet, porque debíamos estar antes del mediodía en la escuela. La fecha no
es fácil de recordar pero, como buena vieja hucha, busco precisiones en un
papel amarillento que aún sigue guardado. ¿Para qué? “uno nunca sabe” decía mi madre. “A nuestra generación siempre le costó tirar… Nos educaron para guardar
tooooodo” agrega Galeano.
Acá está, fue una fría mañana del 29 de junio de 1964. Lo
certifica la firma de la Sra. María M.
de la Fuente de Uría quien, desde la
oficina de Inspección de Enseñanza de Maipú, en su cargo de Secretaria de la
U.A.U., da fe que ese día fue el comienzo de mi primer suplencia como “directora de tercera” de la Escuela 16, suplencia
que se extendería hasta el 30 de noviembre de ese mismo año.
A media mañana llegamos a la estación de ferrocarril. Allí
nos esperaba María, la maestra titular que tomaba su licencia. Me costó varios
días recordar su apellido hasta que, vaya uno a saber en que rincón de la
memoria estaba guardado, si mal no recuerdo su apellido era Giuliani. Con cara
de pocos amigos y deseando irse lo antes posible dijo: “lo único que vas a lograr en este lugar es embrutecerte”.
Las palabras de bienvenida no fueron muy alentadoras y
peor aún el vistazo que di al lugar donde se alojaba. En la misma estación de tren, una puerta entre abierta dejaba ver
una habitación oscura y húmeda donde se podía observar un camastro con unas
pocas pertenencias que le daban cobijo, brindando un cuadro desolador. Se
trataba de una sala de espera de la estación, de esas que no se usan porque son
pocos los pasajeros que toman el tren allí, que servía de cuarto de hotel para
alojar a la maestra del paraje.
La estación en sus tiempos de esplendor, hoy no queda nada de ella |
Por suerte para mí, probablemente por mi edad y por
llegar en compañía de mi padre, fui
recibida por el jefe de la estación y su familia quienes también vivían allí. Ellos me asignaron otra
habitación para pasar mi primera y única noche en el lugar. María me acompañó
hasta la escuela, me presentó a los alumnos, me entregó papeles y directivas
que consideraba pertinentes y se marchó para no volver. Al finalizar la tarde,
una cena compartida con la familia y un paquete entero de velas encendidas
sobre la mesa de luz (la electricidad brillaba por su ausencia) me ayudaron a terminar
el día y conciliar el sueño.
Al día siguiente, gracias a conocidos de la zona, me trasladé a la estancia San Pedro
perteneciente al Dr. Ovidio Senet, donde me alojaría hasta finalizar el año. El
dueño de la estancia era un señor mayor, muy apreciado en la región, dado que
era un especialista en pediatría, de renombre en Buenos Aires. De tanto en
tanto venía a la estancia y las familias de la zona le llevaban sus niños para
realizar interconsultas.
La llegada del Dr. era una fiesta para mí y los chicos
del encargado de la estancia. Durante su estada nos invitaba al chalet (esa era
la forma como identificaban a la casa del patrón). A la tardecita empezaban los
preparativos. Los chicos y yo organizábamos la picada en la cocina y, si hacía mucho frío, nos sentábamos en el
living junto al hogar para escuchar embelesados las historias de sus viajes. En las tardecitas de
primavera, esperábamos la noche y, tendidos boca arriba en el césped del enorme
parque, descubríamos el nombre de cada estrella.
La estancia quedaba a una distancia
considerable de la escuela, lo cual impedía recorrer el camino a pie. El medio
de traslado era una vieja jardinera que un peón de la estancia preparaba todos
los días para que los dos hijos del encargado y yo fuéramos a la escuela. ¡Qué
no daría por recordar los nombres de esa familia que me dio alojamiento y me
hizo sentir como en casa el resto del año! Sí recuerdo el cuarto prolijo y
aseado que compartía con los chicos y el tazón de café con leche humeante que
nos recibía cada mañana.
Lucía
(Ketty) Etcheverry
Mar
del Plata, 24 de octubre de 2012
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